El peso de la tierra
Galería Acapulco 62, Ciudad de México.
Julio de 2018
Entre los varios interrogatorios conceptuales, materiales, nacionales o financieros que acompaña al NAFTA-TLCAN desde su lanzamiento —de cierto modo acuñado por una praxis desarrollista de corte neoliberal—, la realidad del extractivismo minero nos exige una colocación contundente en la actualidad. Desde el quehacer artístico, en El peso de la tierra, Alejandro Gómez-Arias complejiza el rapaz vínculo entre minería y narcotráfico que, en años recientes, deviene una indiscutible intensificación de la violencia en ciertos sectores del territorio mexicano.
Las muestras llegan a oscilar, por ejemplo, entre la cercanía peligrosa de un arma prohibida por su potencia de daño desmedida —la manopla— y la aproximación a una gráfica que pretende calcular la constantemente nueva especulación financiera que golpea a las poblaciones en cuya tierra se fundamentan los valores extraídos para el beneficio imperante de los cúmulos empresariales.
Gómez-Arias des-apropia, sin embargo, el amplio archivo documental —sin prescindir de una perspectiva tanto poética como crítica— que traza la transformación del suelo mexicano tras la violenta reconfiguración territorial —y terrenal— inmiscuida con la intersección operativa —con libres fines de lucro— entre la industria minera, en su mayoría transnacional, y los fueros del narcotráfico contemporáneo. Mientras los cárteles mexicanos de droga refinan su empresa, los paisanos de Canadá violentan más y más a medida que se escudan con un raciocinio de corte extractivista.
El peso de la tierra propone la oportunidad de experimentar una especie de necro-cartografía, sensible, que sugiere la desterritorialización ambiental, corporal, comunitaria e histórica que coincide con la canibalización de los futuros humanos sostenibles pese al fundamentalismo neoliberal, tanto en su promulgación de una sensibilidad que busca clausurar todo diálogo y consulta, como en la racionalidad de la muerte que hace política de la aparente belleza de un diamante.
Bernardo Núñez Magdaleno
Galería Acapulco 62, Ciudad de México.
Julio de 2018
Entre los varios interrogatorios conceptuales, materiales, nacionales o financieros que acompaña al NAFTA-TLCAN desde su lanzamiento —de cierto modo acuñado por una praxis desarrollista de corte neoliberal—, la realidad del extractivismo minero nos exige una colocación contundente en la actualidad. Desde el quehacer artístico, en El peso de la tierra, Alejandro Gómez-Arias complejiza el rapaz vínculo entre minería y narcotráfico que, en años recientes, deviene una indiscutible intensificación de la violencia en ciertos sectores del territorio mexicano.
Las muestras llegan a oscilar, por ejemplo, entre la cercanía peligrosa de un arma prohibida por su potencia de daño desmedida —la manopla— y la aproximación a una gráfica que pretende calcular la constantemente nueva especulación financiera que golpea a las poblaciones en cuya tierra se fundamentan los valores extraídos para el beneficio imperante de los cúmulos empresariales.
Gómez-Arias des-apropia, sin embargo, el amplio archivo documental —sin prescindir de una perspectiva tanto poética como crítica— que traza la transformación del suelo mexicano tras la violenta reconfiguración territorial —y terrenal— inmiscuida con la intersección operativa —con libres fines de lucro— entre la industria minera, en su mayoría transnacional, y los fueros del narcotráfico contemporáneo. Mientras los cárteles mexicanos de droga refinan su empresa, los paisanos de Canadá violentan más y más a medida que se escudan con un raciocinio de corte extractivista.
El peso de la tierra propone la oportunidad de experimentar una especie de necro-cartografía, sensible, que sugiere la desterritorialización ambiental, corporal, comunitaria e histórica que coincide con la canibalización de los futuros humanos sostenibles pese al fundamentalismo neoliberal, tanto en su promulgación de una sensibilidad que busca clausurar todo diálogo y consulta, como en la racionalidad de la muerte que hace política de la aparente belleza de un diamante.
Bernardo Núñez Magdaleno